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de postura. Mis dueños me empujaron en esa dirección, sujetándome mientras el segundo viejo, más feo que el primero, me examinó. Mientras duró el examen, mi mirada recayó en otro nicho más alto. En las sombras puede distinguir los huesos de un esqueleto cusa cuencas vacías me miraban, formando las macizas mandíbulas una mueca sarcástica, con una gruesa correa rodeando aún los huesos del cuello. Por lo visto la promoción en el Tribunal Supremo local era un destino vitalicio. El fuerte tirón en el brazo me devolvió a problemas más inmediatos. El abuelo que tenía delante lanzó un chillido penetrante. No contesté. Curvó los labios descubriendo unas encías amarillas y desdentadas y una lengua parecida a un calcetín rojo lleno de arena, y soltó un grito. Eso despertó a otros dos sabios; de todas direcciones surgieron chillidos y gritos de reprobación como respuesta. Mis guardianes me guiaron hacia el juez siguiente, un viejo gordo de estómago apenas cubierto de vello donde las enormes pulgas negras erraban como sabuesos siguiendo una pista perdida. A éste le quedaba un diente: un diente canino engarfiado, amarillento, de una pulgada de largo. Me lo mostró, glugluteando, y seguidamente me tendió un brazo largo como una grúa. Mis guardianes, alertas siempre, me apartaron de un tirón cuando me agaché. Quedé muy agradecido. Incluso ese réprobo senil tenía fuerza suficiente para romperme la mandíbula y el cuello si llega a tocarme. Cuando se oyó un grito desde un nicho situado en un elevado rincón oscuro, nos dirigimos hacia allá. Una mano descarnada a la que le faltaban dos dedos se movió a tientas para izar el cuerpo encorvado y sentarlo. Una media cara me miró desde lo alto. Había cicatrices, un borde irregular, y después sólo hueso en el lugar donde antes estuvo la mejilla derecha. Aún quedaba la cuenca del ojo, pero vacía, con el párpado hundido. La boca, sin una comisura, no lograba cerrarse por completo efecto que producía una sonrisa fatua , algo tan impropio de aquel ser horrible como lo es esquilar a una hiena como a un perro de lanas. Me tambaleaba, sin reaccionar con la rapidez que hubieran deseado mis guías. El de la izquierda el peor de los dos, en mi opinión me cogía del brazo, levantándome del suelo, dejándome caer brutalmente, sacudiéndome como a una manta llena de polvo. Vacilante, me puse en pie otra vez, me zafé de sus manos y le golpeé en el estómago. Fue como pegarle a un saco de arena. Como si nada, me hizo dar la vuelta retorciéndome el cuerpo. Creo que ni siquiera notó el puñetazo. Permanecimos en el centro de la estancia mientras el consejo de los mayores deliberaba. Uno de ellos se encolerizó y escupió al barrigudo del otro lado de la cámara, y éste, a su vez, le arrojó un puñado de basuras. Al parecer esa fue la señal de que la sesión había terminado. Retrocediendo de espaldas, mis guardianes me condujeron al corredor y emprendieron otra excursión a través de pasadizos tortuosos mientras aún sonaban los gritos y gruñidos en la cámara que abandonamos. El recorrido terminó en otra estancia que sólo consistía en un espacio ancho del corredor. Había allí un banco de piedra, algunos estantes burdos con capacidad suficiente para ataúdes en un rincón, la acostumbrada bombilla opaca, pilas de desperdicios y trozos sobrantes de equipo de incierta función. Del agujero en el centro de la cámara salía un gluglú. Facilidades sanitarias, deduje por el hedor. En esta ocasión estaba sujeto por correas por el tobillo y se me permitió sentarme en el suelo. Me dieron un puchero de arcilla conteniendo una especie de gachas. El olor fugaz me dio bascas y aparté el cacharro. No estaba tan hambriento... todavía no. Pasó una hora. Tuve el presentimiento de que esperaba a alguien. Mis dos propietarios o eran otros, no estaba seguro estaban sentados al otro lado de la cámara, en cuclillas, despachando sus gachas con los dedos, sin hablar. Apenas podía oler el aire, mis nervios olfativos estaban insensibilizados. De vez en cuando entraba alguien bamboleándose al caminar, se acercaba a mirarme y luego se iba. Finalmente llegó un mensajero, ladró algo en tono imperioso. Mis guardianes se
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Cytat |
Dobre pomysły nie mają przeszłości, mają tylko przyszłość. Robert Mallet De minimis - o najmniejszych rzeczach. Dobroć jest ważniejsza niż mądrość, a uznanie tej prawdy to pierwszy krok do mądrości. Theodore Isaac Rubin Dobro to tylko to, co szlachetne, zło to tylko to, co haniebne. Dla człowieka nie tylko świat otaczający jest zagadką; jest on nią sam dla siebie. I z obu tajemnic bardziej dręczącą wydaje się ta druga. Antoni Kępiński (1918-1972)
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